Crítica: Frankenstein (1931)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 1931: Colin Clive (Henry Frankenstein), Boris Karloff (criatura), Mae Clarke (Elizabeth), Edward Van Sloan (Dr Waldman), Dwight Frye (Fritz), Frederick Kerr (Baron Frankenstein), John Boles (Victor Moritz)

Director: James Whale, Guión: Francis Edward Faragogh & Garrett Ford, sobre la adaptación teatral de Peggy Webling acerca de la novela homónima de Mary W. Shelley

Recomendación del Editor

Trama: Henry Frankenstein ha abandonado sus estudios universitarios de medicina, persiguiendo su obsesión de crear vida a partir de tejidos muertos. Encerrado en un molino abandonado, ha montado un enorme laboratorio y se dedica a recolectar cadáveres junto con su fiel ayudante Fritz. Su novia Elizabeth y su mejor amigo Victor se encuentran preocupados por su conducta reclusiva y deciden visitarlo, acompañados de su mentor en la universidad, el Dr. Waldman. Pero el trío asiste horrorizado a la culminación del experimento de Henry, logrando darle vida a un cuerpo reconstruído con pedazos de cadáveres mediante la transmisión de energía vital durante una fuerte tormenta. Henry Frankenstein intenta mantenerlo encerrado en una mazmorra del molino, pero la criatura logra escapar y, en su camino, mata accidentalmente a una niña. Ahora el monstruo anda suelto, y la muchedumbre de la villa donde moran los Frankenstein se ha alzado violentamente, buscando cobrar venganza por la muerte de la niña.

Arlequin: Critica: Frankenstein (1931)

  En 1931 verían la luz dos obras fundamentales del cine fantástico: el Dracula protagonizado por Bela Lugosi, y el Frankenstein de Boris Karloff. Ambos filmes resultarían influenciales en toda la historia del cine de horror e impulsarían el inicio de la era de oro del género, que se extendería durante la década del 30 y el 40. Y aún hoy, a más de 70 años de su creación y con multitud de versiones de la misma historia, nadie puede dejar de reconocer al Dracula y al Frankenstein de 1931 como las versiones más fuertes y memorables de dichos personajes (a Drácula sólo se le puede sumar la producción de 1958 de la Hammer, con Christopher Lee como el conde del título).

En general el cine de terror posee un elevado grado de caducidad, ya que los gustos y temores del público cambian en cada generación. Así mismo crece el grado crítico y cínico de las audiencias, por lo cual muchos clásicos reconocidos han envejecido muy mal (como el Dracula 1931) o han perdido el filo de sus colmillos (como el Dracula de 1958). De todo ese repertorio de incunables, el Frankenstein de James Whale es uno de los que mejor conserva su capacidad de impacto. No es estrictamente atemorizante (como lo fué en su época), pero sigue siendo movilizante. Posee una estructura cinematográfica realmente ágil – es un film que apenas pasa la hora de duración, y acierta a insertar toda la historia sin sobresaltos y con gran ritmo -, y además tiene un manejo de cámaras realmente muy moderno. Si uno se substrae al contenido de la historia, toda la secuencia de la creación de la criatura está filmada con multiplicidad de planos – cortos, generales, angulares – que es admirable para su época. Otros ejemplos de la maestría de Whale es en la escena de los preparativos de la boda en el pueblo, con rudimentarios pero efectivos métodos de cámara en movimiento, en donde la pantalla se disuelve y pasa a la criatura corriendo por el bosque. Es un cabal ejemplo de gran lenguaje cinematográfico; comparen esto con la inmovilidad de Dracula 1931.

Esta versión de Frankenstein no toma el original de Mary Shelley sino que sigue una adaptación teatral de 1927 (algo similar sucede con el Dracula de Tod Browning). Es un relato bastante despojado de connotaciones filosóficas, en donde la historia cae dentro de la rutina habitual del cine de monstruos; la diferencia fundamental está en que esta versión de Frankenstein es la que inventa dicha rutina. Aquí tenemos a otro científico loco, una creación que se escapa de sus manos, el deseo de jugar a Dios, el abrir la caja de Pandora de la ciencia, y todos los etc. que continuaremos viendo en los años 30, 40, 50 y 60. Lo que carece es de una meditación sobre la finalidad de dichos propósitos – Henry Frankenstein es un desquiciado más que un ser racional, que cumple con sus propósitos por un simple motivo de egolatría: ver si es capaz -. En ese sentido el film tiene algunos problemas de continuidad, tanto dramática como de profundidad. Una vez creado el monstruo, el relato salta inexplicablemente a los preparativos de la boda entre Elizabeth y el padre de Henry (Frederick Kerr, que roba todas sus escenas con su filosofía campechana). Hay otros huecos notables en el desarrollo dramático, como el surgimiento de la horda que quiere cazar a la criatura (aunque nadie la vio), y que en realidad deberían linchar a Henry ya que es el responsable máximo de toda la tragedia – en vez de liderar a la muchedumbre -. Así mismo el final es abrupto, con Henry Frankenstein lastimado y agotado, yaciendo en un lecho, sin ninguna otra explicación adicional (¿otro director y otro estudio que han vislumbrado la secuela?). Es bastante frustrante.

Pero en donde Frankenstein obtiene todos sus réditos es en la performance de Boris Karloff. Con Karloff el monstruo no es el demonio personificado sino una fuerza bruta descontrolada y patética, una victima del destino. Es imposible afirmar que la criatura posee maldad – la muerte de la niña es accidental; el asesinato de Fritz es en defensa propia – y, por el contrario, lo que vemos es a un alma en agonía. Desde los inocentes intentos por tocar la luz hasta los desgarradores gritos de Karloff cuando la muchedumbre lo acorrala, siempre vemos a un criatura indefensa y totalmente ajena a las reglas de este mundo. Curiosamente este sentimiento de simpatía por un ser abominable se ha traducido con el reconocimiento que ha recibido Karloff – con el paso del tiempo -, recibiendo cartas de miles de fans declarando su admiración por el monstruo (y una enorme cantidad de ellas, escritas por niños). Es un ser que despierta compasión más que repulsión.

Frankenstein sigue siendo un gran clásico, uno de esos que mantiene el suspenso y la atención del público. Existen fallas notables en la construcción del relato, pero a excepción de ello el resto es perfecto. Es un film realmente moderno de horror que no ha perdido su efectividad con el paso del tiempo.