Crítica: Los Cañones de Navarone (1961)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA / GB, 1961: Gregory Peck (Mallory), David Niven (Miller), Anthony Quinn (Andrea), Stanley Baker (Brown), Anthony Quayle (Franklin), James Darren (Pappadimos), Irene Papas (Maria)

Director: J. Lee Thompson, Guión: Carl Foreman, basado en la novela homónima de Alistair MacLean

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Trama: 1943, Segunda Guerra Mundial. 2.000 soldados británicos han quedado atrapados en la isla mediterránea de Kheros, y los nazis se preparan para invadirlos y masacrarlos en un plazo de 7 días. El alto mando británico convoca de urgencia al capitán Keith Mallory, al que pone al frente de un escuadrón que debe liderar el operativo de rescate. Su misión: incapacitar los gigantescos cañones que los nazis han montado en el peñón de Navarone, los cuales pueden hundir con pasmosa facilidad a cualquier flota que intente rescatar a los soldados de Kheros. Pero el reclutamiento de Mallory es altamente específico: él es el único oficial con experiencia suficiente en alpinismo como para trepar el gigantesco y desprotegido acantilado que se encuentra al otro lado de la isla en donde se encuentran emplazados los cañones alemanes. Con todas las bazas en su contra, Mallory debe liderar un comando suicida, el que debe escabullirse en una isla infestada de tropas nazis y destruir los cañones bajo sus propias narices. Y el reloj ha comenzado a descontar el tiempo que resta para que la masacre se ponga en marcha.

Los Cañones de Navarone Los 60s fueron una buena época para Alistair MacLean. Sus libros se vendían como pan caliente y varios de ellos se habían convertido en exitosas películas. Una de las primeras adaptaciones es Los Cañones de Navarone, una aventura situada en la segunda guerra mundial. Es otra típica historia de misión suicida plagada de peligros que al final termina resultando exitosa gracias a la osadía de sus protagonistas. Como en las películas de atracos, las leyes de Murphy abundan y comienzan a jugarle en contra a nuestros héroes, los cuales deben improvisar a cada rato mientras sus enemigos les pisan los talones. En esta ocasión la aventura descansa en manos del artesano J. Lee Thompson, en la época en que filmaba cosas digeribles y siglos antes de rodar toneladas de mediocridades junto a su amigote Charles Bronson.

Si uno la pone bajo una lupa, terminará por descubrir que Los Cañones de Navarone no es mas que la versión 1.0 de Donde las Aguilas se Atreven. La estructura de ambas historias es casi idéntica: grupo comando forzado a ejecutar una misión suicida – internarse en una inexpugnable fortaleza nazi -, un desarrollo en donde todo sale mal, traidores que surgen de la nada y complican las cosas, y un larguisimo climax en donde los héroes se trancan en la instalación de turno mientras montan el sabotaje y escapan. Toda la secuencia en el interior de la guarida de los cañones se ve idéntica a la escena del funicular en Donde las Aguilas se Atreven.

Ciertamente Los Cañones de Navarone no es tan brillante como Donde las Aguilas se Atreven, pero pega en el palo. Una de las principales razones por las cuales las obras de MacLean son tan disfrutables es que el tipo es un auténtico creador de escenas: varios personajes conversan animadamente, de pronto el diálogo se trastoca, y el clima se se tiñe de peligro. Por ejemplo, Gregory Peck comienza a detallar el plan al resto del equipo en un cuarto de hotel; de pronto Anthony Quinn descubre a uno de los camareros escuchando detrás de la puerta, y lo apresa. El comandante de la base inglesa se hace presente, y desestima todas las acusaciones de Peck. Y, en ese entonces, Peck le da la orden a uno de los suyos que mate al mozo y, si el oficial inglés se resiste, lo liquide también (!). Es una secuencia tan inesperada y tan gloriosamente escrita que me resulta tarantinesca. Y, por suerte, no es la única en el filme: el libreto se despacha con varias situaciones ríspidas en donde los miembros del equipo deben tomar decisiones extremadamente pragmáticas… y completamente amorales.

Hay una buena cuota de discursos, en especial de parte de David Niven, quien cuestiona la amoralidad de los criterios de Gregory Peck. Son secuencias escritas fabulosamente, cargadas de intensidad y formidablemente actuadas. A su vez, el filme rebosa en acción, con explosiones y matanzas a cada rato. Si Donde las Aguilas se Atreven era el equivalente MacLeaniano de Al Servicio Secreto de Su Majestad, Los Cañones de Navarone haría un buen par con Solo Para Sus Ojos. Ese componente de aventura sofisticada que pregonaba Ian Fleming en las novelas de James Bond se encuentra presente en las historias de MacLean; fijense sino en el climax, con otra isla saltando por los aires y los agentes de inteligencia celebrando su triunfo a bordo de un barco. ¿No les suena de algún lado?.

Los Cañones de Navarone es un gran filme, una aventura sólida proveniente de una época en donde Hollywood se arriesgaba a ser original y trazaba caminos que hacían historia. Aquí hay un gran cast, una excelente historia, un ritmo formidable, y una sucesión de sorpresas en cada escena, cortesía del ingenio del incomparable MacLean. Me gustaría que alguien me explique, con lujo de detalles, cómo es que ahora no pueden rodar películas como ésta, y nos dedicamos a festejar la secuela número 25 de alguna remake insulsa o de alguna franquicia originada en una mediocre serie de TV. Cuando Hollywood decida regresar a los libros – los best sellers – entonces recuperará su nivel de calidad como usina de entretenimiento. Mientras tanto, nos veremos forzados a explorar en el desván de los recuerdos, buscando alguna vieja película protagonizada por actores que ya no están, pero que rebosaba de adrenalina y frescura como hace rato no se ven en la pantalla de los cines.