Crítica: Pánico en el Transiberiano (Horror Express) (1972)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

GB / España, 1972: Christopher Lee (Sir Alexander Saxton), Peter Cushing (Dr Wells), Julio Peña (Inspector Mirov), Alberto de Mendoza (Pujardov), Telly Savalas (Capitán Kazan), Silvia Tortosa (Irina Petrovski), Alice Reinhart (Miss Jones), Jorge Rigaud (Conde Petrovski), Helga Line (Natasha)

Director: Eugenio Martin, Guión: Arnaud D’Usseau & Julian Halervy

Trama: China, 1906. El antropólogo Sir Alexander Saxton ha hallado un ser humanoide de más de dos millones de años de antigüedad en las cimas heladas de Mongolia y lo ha embalado, decidido a mostrar el fósil en círculos científicos de toda Europa. Para ello aborda el expreso transiberiano, el que cruza la larguísima y helada tundra rusa hasta llegar al continente europeo. Pero a mitad de camino Saxton descubre que la criatura está viva y que posee el poder de absorber la mente de sus víctimas a través de sus ojos. Aliándose con el doctor Wells, ambos científicos intentan hallar un modo de detener al ser… pero la criatura pronto revela que es capaz de saltar de un cuerpo a otro y camuflarse como un ser humano más. Y, lo que es peor, puede revivir a sus victimas, creando un ejército de zombies a su mando. Desprovistos de armas y tan sólo con el ingenio de su parte, Saxton y Wells deberán descubrir cómo destruir al ser antes de que el tren llegue a la civilización y genere una catástrofe de impensables consecuencias.

Panico en el Transiberiano (1972) Es difícil catalogar a Pánico en el Transiberiano. Ok, es una película de terror que derrocha imaginación, pero también es abundante en momentos absurdos. El filme se encuentra zigzagueando todo el tiempo en términos de credibilidad, generando una escena estúpida en un momento y explicándola de manera medianamente inteligente en otra. Lo que sí es seguro es que los guionistas estaban inspirados y terminaron por crear algo tan original y bizarro que, a la larga, terminó por seducir a medio mundo, lo cual terminó por convertir al filme en objeto de culto.

El primer aspecto bizarro es que se trata de un cast compuesto de españoles y argentinos, quienes comparten escena con Christopher Lee, Peter Cushing y Telly Savalas como para poner figuritas conocidas en el poster y poder vender la cinta a los mercados internacionales. Si bien Alberto de Mendoza tuvo una nutrida carrera cinematográfica en Europa, resulta raro ver a El Rafa compartiendo escena – de igual a igual – con Kojak y los íconos máximos de los estudios Hammer. El otro argentino presente en el cast es Jorge Rigaud, en un rol meramente nominal.

La historia arranca bien, con un arqueólogo inglés llevándose para Europa a un bichejo que encontró congelado en una cueva en Mongolia. Claro, la criatura se descongela y ahí comienza el bardo… y los problemas de credibilidad del argumento. Ver a un humanoide de dos millones de años de antigüedad abrir una cerradura con una ganzúa bordea lo ridículo… hasta que el libreto nos explica que el bicho chupa la mente de las víctimas a través de sus ojos, y por ello adquiere todos los conocimientos de la gente que mata (aaah… ¿cómo no me di cuenta antes?). El mutante anda por todos lados, hediendo y chorreando agua de deshielo, pero nadie parece detectarlo (y eso que es un tren con un solo corredor!) y, en un momento determinado, decide traspasarse de cuerpo cuando lo están acribillando a balazos. ¡Oooso!

Mientras todo esto ocurre, hay una parva de personajes que se alternan entre lo detestable y lo tolerable. El antropólogo de Christopher Lee es un pedante de aquellos, pero después se transforma en el héroe del día. Alberto de Mendoza es un sacerdote demente a lo Rasputin, que es bancado financieramente por un conde millonario (que alguien me explique para qué: ¿salvación de almas a domicilio?). De Mendoza está convencido de que el bicho es el diablo en persona y, en vez de combatirlo, decide someterse a él (WTF?! – 1). Mientras tanto Lee se alía con Peter Cushing, el que aquí está de adorno y casi como un comic relief (“Señores… cualquiera puede ser el monstruo; incluso ustedes!” a lo que Cushing replica: “¿Nosotros?. Nooo… Somos ingleses!”). Entre ambos le hacen una autopsia al bicho que acaban de matar – sin sospechar de que el alma de la criatura saltó a otro cuerpo al momento de morir – y descubren, poniendo al ojo del mutante bajo el microscopio, de que tiene grabada en la retina imágenes que van desde el momento en que lo mataron hasta su llegada al planeta Tierra hace millones de años. Oh, si, el bicho es un alien tipo El Enigma de Otro Mundo, sólo que aquí el presupuesto de efectos especiales alcanzó apenas para comprar un par de lentes de contacto rojos.

Lo que sigue es una mezcolanza de investigación policíaca, asesinatos efectistas y saltos narrativos tremendos. Si al telegrafista del tren fué asesinado por el bicho, ¿cómo es que los cosacos saben que deben abordarlo e investigar las muertes?. Si las cosas arriba del tren se han salido de control, ¿cómo es que las autoridades de Moscú mandaron descarrilar el ferrocarril? ¿qué información manejaron los moscovitas para emitir semejante orden?? (momento WTF 2). Los momentos WTF se acumulan por doquier, en especial cuando entra en escena Telly Savalas sobreactuando salvajemente. El tipo no parece un cosaco sino un mafioso italiano de la Quinta Avenida de Nueva York; prepotea a medio mundo, le toca el traste a las chicas, chupa vodka como un descosido y dice barbaridades de todos los colores. Por suerte a los cinco minutos el sicotrónico De Mendoza lo manda para el otro barrio (con su mirada roja a lo Terminator) y permite que el filme vuelva a sus carriles (más si se trata del transiberiano) (chistonto!).

Pánico en el Transiberiano es tan bizarra y dispar que siempre termina por entretener, de un modo u otro. No es una buena película, no siquiera es muy efectiva en materia de sustos. Hay momentos inspirados, momentos WTF, chistes fuera de lugar, y escenas que bordean lo ridículo. Es un combo tan raro que termina siendo atractivo, del mismo modo que uno se detiene y admira embobado la vista de un edificio en llamas.