Crítica: La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch) (1969)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

Recomendación del EditorUSA, 1969: William Holden (Pike Bishop), Ernest Borgnine (Dutch Engstrom), Robert Ryan (Deke Thornton), Edmond O’Brien (Freddie Sykes), Warren Oates (Lyle Gorch), Jaime Sánchez (Angel), Ben Johnson (Tector Gorch)

Director: Sam Peckinpah, Guión: Sam Peckinpah & Walon Green

Trama: Texas, 1913. Pike Bishop lidera una banda de despiadados asaltantes de bancos, los cuales se han convertido en el azote de la región. La gente del ferrocarril está decidida a acabar con ellos y para ello han organizado un grupo de cazarrecompensas dirigido por Deke Thornton – antiguo compañero de andanzas de Pike, y ahora devenido en convicto liberado a préstamo, a cambio de sus servicios para rastrear el paradero de la banda -. Deke sigue los pasos del grupo hasta Aguas Verdes, dentro de territorio mexicano, en donde Pike y sus hombres han hecho trato con el general Mapache para conseguirle un cargamento de armas, las cuales obtendrán luego de asaltar un tren blindado del ejército norteamericano. Pero las cosas no salen bien para los maleantes, especialmente cuando Mapache detecte – entre los hombres de Pike – a uno de los líderes de la revolución mexicana. Luego de secuestrarlo y torturarlo, Mapache excusa a la banda y los deja partir; pero Pike está ofuscado y siente que le quedan dos opciones: partir hacia el anonimato e intentar vivir un retiro apacible gracias a la pequeña fortuna que acaba de cobrar, o ir armado hasta los dientes e intentar recuperar a su antiguo socio y amigo de las garras de los desalmados militares mexicanos. Y, en un curioso giro del destino los despiadados criminales demostrarán tener un férreo sentido del honor, desatando una brutal masacre para saciar el sentimiento de culpa que lo atormenta.

Arlequin: Critica: La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch) (1969)

      Antes de John Woo y Michael Bay, existía Sam Peckinpah. El fué el que creó las balaceras coreografiadas con un fuerte sentido del estilo, las poses en cámara lenta, y la brutalidad en primerísimo plano. Y mientras que Woo y Bay eran simplemente imitadores de sus trucos, Peckinpah los utilizaba como herramientas para destacar aspectos fundamentales de sus densas narraciones. Un tipo que contaba historias, que se enfocaba en los actores y que usaba los recursos de estilo para subrayar sus relatos. En La Pandilla Salvaje Peckinpah despliega por primera vez todos los gadgets que lo caracterizarían durante el resto de su filmografía, generando por lejos el mejor filme de su carrera y una auténtica obra maestra que influiría en el cine de acción desde 1969 hasta nuestros días.

La Pandilla Salvaje se destaca en dos áreas: historia y estilo. En cuanto a la historia, es un filme que se sale de la vaina por ser amoral y brutal – comparado con los pristinos westerns de John Wayne, aquí los protagonistas matan inocentes, mujeres y niños de la manera mas gráfica posible, y las balaceras se convierten en matanzas indiscriminadas en donde cualquiera puede caer -, lo cual lo acerca a los spaghetti western. Es como si Peckinpah tomara la visión de Sergo Leone – recargada de individuos sucios, violentos y empapados de una moral gris y fronteriza – y se decidiera a hacerla mas extrema amén de nacionalizarla, ya que a final de cuentas el western es un género estrictamente norteamericano pero que a esa altura se encontraba opacado por la regurgitación masiva, insípida y excesivamente estoica de miles de filmes similares, saturados de clichés y balaceras asépticas. En tal sentido Peckinpah actúa como un iconoclasta, un individuo decidido a romper las convenciones y, especialmente, a dar una visión mucho mas sucia, salvaje y realista del lejano oeste. Si un año antes Arthur Penn había iniciado la movida con Bonnie & Clyde (1968) – demostrando que los años 20, infestado de amorales gangsters, no eran glamorosos sino que desbordaban brutalidad por todos sus poros -, ¿por qué mostrarse restringido con el western, el cual transcurre en un universo saturado de individuos armados y forajidos sin código alguno?. La primera muestra de que Peckinpah va por todo es la feroz balacera del inicio, en donde los rehenes del banco son masacrados por los protagonistas – los cuales, se supone, deben despertar nuestra simpatía o, al menos nuestro interés -, los cazarrecompensas matan tanta gente como los criminales, y cualquiera de los bandos utiliza a los inocentes como descartables escudos humanos. Todo esto en un brutal ballet plagado de cámaras lentas, cortes rápidos, y carnicería rodada con un altísimo virtuosismo – el estilo, el cual termina complementando a la historia -.

¿Cómo hace Peckinpah para redimir a unos protagonistas tan brutales?. Parte de la respuesta reside en que ellos son los mas coherentes de un universo habitado por individuos crueles. Los ladrones brutales son perseguidos por un grupo de sicóticos cazarrecompensas, y más tarde hacen negocios con una horda de sádicos militares, bandos que son aún peores que la banda liderada por William Holden. Si Holden usa la violencia para sobrevivir – a cualquier costa -, los cazarrecompensas y los militares mexicanos la usan por diversión, lo cual los transforma en perversos. Frente a ese panorama, Holden & cía terminan resultando los mas normales del grupo. El otro punto es el carisma de los actores, en donde cualquiera de ellos transpira una honestidad que se hace cómplice con su personaje. No son buenos tipos, pero al menos poseen un conjunto de reglas – siquiera básico – que los convierte en coherentes con sus propios ideales. Es una química similar a la que ocurre con la saga de El Padrino, en donde terminamos admirando a un grupo de individuos brutales simplemente porque poseen un código de honor. No admiramos su violencia, sino el hecho de que piensen diferente y que sean fieles con dichos pensamientos; terminamos admirando lo inusual de su amoralidad estructurada, la cual se camufla como si fuera una filosofía de vida profundamente concebida.

Debido a ello, estos tipos no precisan redención. Nunca se van a transformar en buenos muchachos – eso sería traicionar su naturaleza de forajidos -, y lo que hacemos es lmitarnos a ver su accionar. Son individuos que se vuelven brutales si se siente acorralados – como la metáfora de los escorpiones devorados por las hormigas, imagen que instala Peckinpah al principio del filme y anuncia todo lo que vendrá después -, y que se manejan por un estricto código de camaradería. El problema es que, el escenario en el cual han nacido, ha ido cambiando y ahora se están transformando en una especie en extinción – y no hay nada mas peligroso que un animal que se siente amenazado -. Holden se sorprende al ver un primitivo automóvil, y sabe que el vehículo representa la metáfora de un nuevo tiempo que se cierne sobre el horizonte. Las distancias se acortan, se termina la era del caballo, es el fin del lejano oeste tal como se conocía hasta ese entonces. Pero Holden y compañía son tipos de acción, no individuos que sirvan para montar una granja y criar cerdos. Y es por ello que en el final – al optar entre la indiferencia y la partida hacia el anonimato, o culminar en un sangriento y glorioso final -, prefieren la segunda alternativa. Es en aspectos como ése, en donde La Pandilla Salvaje se asemeja a la mitología de los filmes de Kurosawa, ésos plagados de samurais regidos por intachables códigos de honor. ¿Qué mejor opción para un guerrero que decidir la hora y el lugar de su propia muerte, y perecer en una apoteótica batalla?.

Pero Holden y compañía no han elegido liberar a su amigo por heroísmo, sino por hastío, culpa y fidelidad. Conocen de antemano la resolución sangrienta de la empresa que han encarado, pero deciden seguir adelante. No son hombres comunes: la violencia es el único lenguaje que manejan. Están hartos de ser perseguidos, y se sienten mal por haber abandonado a uno de su especie – el mismo sentimiento de culpa que torturaba a Holden cuando Robert Ryan resultó apresado en una emboscada -. Y si Angel, el mexicano, era un idealista dispuesto a sacrificarse por la revolución de su pueblo, quizás este grupo de amorales obtenga una indirecta expiación al inmolarse en el proceso de rescate de alguien que si tenía una causa justa. Es la fidelidad al último de su manada, el cual cumplió su palabra y se mantvo callado en pos de proteger un ideal superior – que su gente se haya hecho con los rifles y disponga de armas para levantarse contra la injusticia -. Es un extraño proceso en donde hombres sin conciencia – o de escasa moralidad – terminan haciendo lo correcto por razones diferentes a lo normal.

Desde ya que toda esta carnicería está rodada en glorioso Technicolor, salpicando a la cámara con un baño de sangre inusitado para la época. Hay primerísimos planos, tomas en cámara lenta – rodadas a diferentes velocidades -, y una edición de la santa madre, la cual transforma a las balaceras en un ballet gloriosamente compaginado. También es cierto que todo este circo forma parte de una visión mucho mas nihilista del universo – una en donde todos los protagonistas son malvados en diversa medida, en donde no existe la esperanza ni la bondad, y en donde la violencia es un espectáculo que empalaga los sentidos -. Rodada en un mundo formado a la sombra de la Guerra de Vietnam – guerra sucia y laberíntica si las hay, en donde los norteamericanos vieron por primera vez la derrota, y descubrieron que el sacrificio de miles de sus jóvenes había sido en vano -, La Pandilla Salvaje se transforma en un símbolo de su tiempo, un relato en donde la carnicería se transforma en el lenguaje natural de la narración, y en donde el cinismo da lugar a la desesperanza.